¿Desafiar las ventajas comparativas, o conformarse?
Leandro Ocón
6 de octubre de 2024
Hablar de «ventajas comparativas» en
el presente siglo no constituye nada parecido a una novedad. No obstante, la
discusión económica en la Argentina –para quien no lo haya notado– recae y
remite una y otra vez a este asunto que tiene su origen allá lejos y hace
tiempo. Las modalidades que ha adquirido el debate han sido diversas en el
tiempo, y las representaciones políticas y discursivas se han entremezclando
produciendo confusiones demasiado generalizadas. A partir de este problemático
meollo, de hecho, se explica tanto la violencia con que se sucedieron las
alternativas de política industrial en el país, como la construcción y quiebra
de coaliciones de ideas, intereses e instituciones que definen el rumbo del
desarrollo. La pregunta por si la Argentina puede o no ir más allá de sus
ventajas comparativas, es decir, de su destino de productor de materias primas,
está por lo tanto bastante más que abierta.
Un repaso reciente
Al respecto, a partir de la
reapertura democrática, las experiencias políticas en la Argentina –desde las
más “desarrollistas” hasta las más liberales– han demostrado una ineficacia
mayúscula a la hora de encarar el desafío de la modernización. Hemos visto en
los últimos años cómo la pérdida de una lógica estratégica (concepto que
veremos más adelante) al interior del desarrollismo
argentino desplazó los incentivos desde los sectores estratégicos a una
multiplicidad de tareas que el Estado resolvió de forma cada vez más parcial y
precarizada. El nuevo estructuralismo del siglo XXI no supo resolver
adecuadamente el orden de las prioridades provocando las ambigüedades
político-económicas que luego emergieron en el más burdo disenso
político-partidario. Como un opuesto complementario, las tendencias políticas
liberales radicalizadas abogan en la actualidad por un corrimiento absoluto del
Estado sin excepción de aquellos sectores imprescindibles e impostergables que
constituyen la médula sensible de la seguridad nacional y el desarrollo
económico. El resultado de esta proliferación de inconsecuencias políticas ha
sido la pauperización de los sectores estratégicos y un “alelamiento” del
Estado, reservado a funciones cada vez más orientadas a la subsistencia social
a secas y al establecimiento de una
status quo marginalizado.
¿De qué hablamos cuando nos referimos a ventajas comparativas?
El de las ventajas comparativas es un
debate añejo, por decir lo menos. El nacimiento de la teoría original sobre las
ventajas comparativas de las estructuras económicas coincide con el origen del
comercio internacional moderno que enterró al mercantilismo. Fue en voz de los
grandes liberales del siglo XVIII, Adam
Smith y David Ricardo que se
sostuvieron las iniciales discusiones sobre este punto, con el objetivo de
proveer de bases teóricas sólidas al intercambio comercial internacional sobre
el final del siglo de las luces.
Originalmente, Smith, en La riqueza de las
naciones (1776), introdujo el concepto de «ventajas absolutas», que además
de describir la dinámica del comercio objetivaba a la vez una suerte de
recetario. En los términos de la teoría, si un país producía un bien de manera
más eficiente que otro, ese país debería tender hacia la especialización en la producción del bien específico. Esta
manera de limitar los esfuerzos productivos a aquellas finalidades para las
cuales las naciones estaban naturalmente dotadas
–continuaba el razonamiento– probaría ser la fuente de la prosperidad y la
riqueza. Con estos postulados, se consolidó lo que llamaremos una lógica economicista que sostiene –desde
entonces– que las economías funcionan de un modo determinado y lo mejor que
pueden hacer los estados nacionales es simplemente dejarlas ser, es decir, subordinarse a las ventajas y desventajas
naturales.
Sin embargo, Smith dejó atrás
lagunas: ¿qué sucedería en el caso de un país con ventajas absolutas sobre
todos los bienes? En su resolución teórica, el problema explicaba que el
comercio de ese país absolutamente aventajado era teóricamente imposible debido a la obvia falta de incentivos.
David Ricardo percibió con perspicacia esta limitación. Imprimió, entonces, variantes a la teoría. De acuerdo con él, los
países gozan, más bien, de «ventajas comparativas», lo que explica que incluso
entre los países sumamente eficientes en la totalidad de la producción de sus
bienes existan preferencias por los nichos
de producción con costos de oportunidad menores. Como ha demostrado la
práctica, para el resto de los bienes, los países todavía dependen del comercio
internacional. La teoría renovada explicaba de modo más exacto la extensión sin
precedentes del comercio mundial que entraba en escena hacia finales del siglo
XVIII.
Habíamos pasado de la noción de
ventaja absoluta a la de ventajas relativas, pero la teoría no perdía ni su lógica economicista ni su carácter
programático: la episteme epocal no permitía pensar el desarrollo por fuera –o
incluso en contra– de las ventajas comparativas concedidas por Dios o el
espíritu del mundo –para usar un término de entonces.
Resulta llamativo que algunas de las
usinas ideológicas de los partidos, fundaciones y think tanks en la Argentina
parecen haberse detenido en este momento, ignorando la historia posterior del
desarrollo económico internacional. Porque, al poco tiempo de iniciado este
debate, ya podemos rastrear las huellas incipientes de lo que se constituiría
en la historia económica como ejemplo evidente del desafío a las condiciones existentes. Nos referimos a la
experiencia temprana de las potencias industriales decimonónicas –Gran Bretaña
y Estados Unidos–, en su era de surgimiento hacia el comienzo del siglo XIX;
experiencias que reformularían las concepciones sobre el desarrollo arraigadas
en el pensamiento económico liberal. Surgían por primera vez grandes programas
de política industrial que se contraponían metodológica y teóricamente al
estándar del laissez faire liberal.
Para ganar en claridad: si fuera por
David Ricardo, Corea del Sur seguiría hoy por hoy atada al ciclo del arroz;
Estados Unidos, al del algodón y China… al opio.
Como crecientemente se ha señalado
(Johnson, 1982; Wade, 1990; Amundsen, 1992; Evans, 1995; Chang, 2002; Ocón y da
Ponte, 2016) el desarrollo de los países avanzados –e incluimos acá al sudeste
asiático–, a pesar de los mantras de la actualidad argentina, más que
comprenderse por una adhesión dogmática o una fácil acogida a las ventajas
comparativas, se explica por
intensísimas políticas estratégicas e intervencionistas del estado en sectores
específicos y a “coaliciones desafiantes” –como las he dado en llamar– entre
ideas, intereses y actores capaces de producir acuerdos institucionales con
duración en el tiempo. De esto se tratan los últimos diez años de mi trabajo
académico.
Volvamos a lo que decíamos hace sólo
un momento. Lo que queremos decir es que la experiencia histórica de las
grandes potencias –que fueron, como todas las economías modernas, alguna vez
economías primarias– ha demostrado que el desarrollo nacional es incompatible
con la especialización monotélica y la primarización económica, es decir, la
condena al comercio de productos primarios. Por el contrario, cualquier
observador serio notará que el sendero del desarrollo es inescindible de la
diversificación intensiva en materia tecnológica e industrial. En los países
industriales se impusieron cursos de fuerte voluntad política para la
constitución de sus aparatos industriales. En definitiva, no existe nada natural en el desarrollo industrial y no
fue el resultado de una incipiente organización burguesa sui generis que prosperara a lo ancho y a lo largo de los países
europeos engordada con las mieles de la libertad de mercado. Fueron los
Estados, a través de la guerra, el mercantilismo y las competencias geopolíticas,
el dispositivo que alimentó las nacientes industrias y la institucionalización
de las grandes corporaciones. La misma antigüedad de la Fábrica de Armas Pietro
Beretta tal vez sea una demostración más que palmaria de lo que venimos
diciendo.
Pero he aquí que la teoría de las
ventajas comparativas y el laissez faire
sigue dominando los estratos técnicos y teóricos de las políticas públicas en
la Argentina, dominados por una razón
exclusivamente economicista que desacredita toda noción de política
estratégica. Como un boomerang, parece, el dogma liberal retorna a destino
siempre con sus célebres boutades a
pesar de las muchas refutaciones históricas. Lo que podríamos llamar la tentación agropecuaria reaviva
constantemente el riesgo de recetas de especialización en sectores primarios
(la condena de los países llamados “bananeros”); recetarios con más ponzoña que
remedio que acaban por mutilar las bases del desarrollo industrial y
tecnológico, verdadero origen del bienestar de las naciones.
Hay algo que, parece, cuesta a
algunos admitir: lo que puede tal vez llamarse –exagerando– el antiricardismo de la economía moderna.
Porque desde los Estados Unidos hasta China, pasando por las socialdemocracias
nórdicas, resulta evidente que el sustento económico de su poderío
internacional y su bienestar proviene de industrias que, con una ironía que se
complace con los estándares liberales, podemos llamar políticamente incorrectas: armas, petróleo, energía nuclear, etc.
Es decir, del combo industrial que no se desprende en ningún caso de ventajas
comparativas naturales organizadas eficazmente por la mano idónea del Mercado.
El bienestar y el poder geo-económico de las potencias provienen, por el
contrario, de una visión geopolítica y, diremos, estratégica, que, ante los
ojos del liberalismo de izquierda, bien puede ser tildada de fascista; mientras
que la obsecuencia liberal de derecha se ruboriza prodigando a voz en cuello el
mote de estatista, o quién sabe, logren discernir el asunto entre la prole innúmera
del comunismo. Discursos que afectan cierto infantilismo, pero que han sido muy
influyentes en la Argentina -con todos sus matices- desde hace demasiadas
décadas.
La Argentina: oscilación del péndulo y las ventajas comparativas
Como hemos dicho, en este país, ir o no más allá de las ventajas
comparativas es uno de los ejes más significativos para pensar pasado, presente
y futuro. Verdadero conflicto que dio luz a una multitud de análisis de tipo
“pendular” para explicar el derrotero histórico nacional. Pues, en la Argentina,
la ausencia de un eslabón que dialectice las propuestas de liberalismo a
ultranza con las del desarrollismo inhábil podría ser la explicación de una
cantidad de nuestros dramas.
¿Cuáles son las oscilaciones de ese
péndulo?
El primer cambio de curso tiene casi cien
años. Durante la primera mitad del siglo XX (y en algo menos de 60 años) la
Argentina abandonó su tradición agropecuaria –con el agotamiento de la frontera
de siembra hacia 1924– para volverse precursora de la primera empresa pública
petrolera verticalmente integrada, inaugurar la fábrica de aviones de mayor
complejidad de Latinoamérica y constituir un sector nuclear tecnológicamente
avanzado. Entonces, el primer golpe del péndulo hizo que la cuestión comparativa
deviniera realmente problemática: a principios del siglo se había comenzado a
cuestionar la viabilidad de un proyecto nacional atado exclusivamente a la
fortuna de la producción primaria.
El modelo agropecuario que dio lugar al
periodo idealizado hoy por muchos se había dado de bruces con un problema nada
rimbombante en su enunciación: el mundo cambia constantemente y era un lugar
inseguro. Tres significantes: la Primera Guerra Mundial, la Crisis del 29 y la
Segunda Guerra Mundial. Eventos canónicos que provocaron profundas
transformaciones en toda la faz del mundo, y, claro, en la Argentina, que nunca
queda al margen. La complacencia liberal, perpleja, recordaba por qué no
podemos todos comerciar feliz y libremente en un mundo aquietado por la paz.
Acordemente, la decisión política, el
clima de ideas y los sectores empresariales promovieron el surgimiento de
sectores estratégicos, algunos de cuyos proyectos probarían ser duraderos. Esta
etapa marca el nacimiento del sector petrolero, el metalúrgico, el sector
aeronáutico/aeroespacial y el sector nuclear, que persisten todavía como una
demostración palmaria de las posibilidades políticas y las dinámicas vinculadas
al desafío de las ventajas comparativas. La trayectoria que como boyas en agua
agitada debieron atravesar ha sido al menos tortuosa. El dilema de las ventajas
comparativas no sólo se montaba sobre la tensión más antigua entre el campo y
la ciudad, sino que se vió agravada en
la Argentina por, al menos, tres motivos:
La discontinuidad y cambio
radical de las orientaciones en política industrial
Los intereses divergentes de los sectores empresariales argentinos
La aplicación pasajera de modas industriales o tecnológicas
exógenas
La estridente inestabilidad institucional y la conflictividad
social del siglo XX argentino
A pesar de tales vaivenes, los sectores
mencionados son proyectos que no vacilamos en calificar de positivos. Como
experiencias políticas que parten de un desafío
inicial a condiciones adversas comparativamente, han demostrado los
mecanismos necesarios para afirmarse por sobre todas las restricciones
coyunturales, timoneos políticos, zozobras y conflictividad social.
La mera existencia de dichos sectores y su
hoja de ruta pone en tela de juicio la idea apriorística de las ventajas
comparativas. Instala un nuevo estándar de la política económica: el Estado debe cuestionarse, en todo caso,
en dónde debería tener la Argentina su ventaja comparativa, como orientación o
realidad ex post. La decisión política forma parte de la
construcción de dichas ventajas y yerra cuando se transforma en el mejor
argumento para la destrucción o entrega de sectores estratégicos nacionales a actores
estatales externos con sus propios intereses estratégicos y agendas en
funcionamiento.
Ni liberal ni desarrollista
Los grupos o referentes “liberales” que
favorecen la desindustrialización o el debilitamiento geopolítico nacional han
sido fácil objeto de abundantes críticas desde los sectores académicos y
políticos. Ahora bien, nunca está de más discernir que no han sido todos los liberales los que que actuaron
o concibieron la política de este modo a
lo largo de la historia. Pero, tipificados, reducidos a mero ejemplo retórico,
han sido a menudo identificados como el enemigo clásico del industrialismo en
Argentina. Lo que no dista en modo alguno de una especie de construcción
arquetípica frecuente en cierta historiografía nacional.
Porque huelga decir que, al mismo tiempo,
ha sido el desarrollismo en Argentina una agenda difusa y particularmente
nociva para la industria nacional. Los sectores que promueven a viva voz la
intervención del Estado, el Estado presente y otras predicaciones con igual
sujeto, no han sabido hacer lección de sus fracasos y dejaron una huella cada
vez más acentuada en el mismo y transitado camino intervencionista: toda intervención del estado siempre es
santa, precisa y buena.
Más allá de lo ocurrido durante el siglo
XX, que ha sido estudiado y revisado en diversos espacios políticos, académicos
y periodísticos: revisemos los problemas del siglo que corre. No es tarde para
encaminar el modelo de la economía política, tan elusivo en la Argentina.
Los grandes cuerpos tecnopolíticos del
país –me refiero, naturalmente, a los políticos, los técnicos, los
intelectuales, los académicos, los periodistas, etc.– dejaron en la estela de
los últimos cuarenta años muchos hitos del más rotundo fracaso. De alguna
manera, ambas corrientes políticas tienen razón y se equivocan a la vez, en paralelo. El liberalismo reciente,
devenido en libertarianismo, renueva los mismos tics del liberalismo histórico
con su concepción idealista, naïve, y minárquica del funcionamiento del Estado
y del mundo en el siglo XXI. Van tras un ideal
que no sostienen siquiera sus aparentes referentes internacionales. El
desarrollismo local, de forma similar, adolece con estrépito de su falta de
convicción y cae una y otra vez en la trampa de la corrección política que
promueven –aunque ellos lo ignoren– los escritorios de los organismos
internacionales.
El primer cuarto de siglo XXI en
Argentina, ambos cuerpos, por así decir, digamos, que llamaré tecnopolíticos,
se afirmaron en criterios tradicionales acerca de las ventajas comparativas,
sin tentar siquiera a un tibio desafío de las proposiciones impuestas por el
ordenamiento internacional. Mientras los liberales acudían por capitales que
pedía una economía sedienta de divisas, y por otras promesas adyacentes a
países y organizaciones económicas internacionales, los desarrollistas buscaron
de forma incremental y paulatina que el Estado apoye una amplia gama de
sectores estratégicos y no-estratégicos, desde una perspectiva conformista a la
ventajas comparativas.
Ninguno de los dos estuvo dispuesto a
desafíar abiertamente y profundamente el statu
quo. Uno, claro, por evidentes orientaciones políticas y un asentado
sentido común, y el otro por simple inoperancia. Esa puede ser la gran crítica
al desarrollismo argentino de este siglo y del siglo pasado. Exige fustigar una
lógica de intervención del Estado de forma burda, tímida y repartida con
escaseces crecientes entre sectores tradicionales (garantidos en las ventajas
comparativas) y otros de un orden de prioridad tan sólo secundario.
Porque desde una orientación política que
pretenda con honestidad el desafío de las ventajas comparativas, debe quedar
claro, ningún presupuesto puede parecer
ilimitado. La política industrial y científica, y los esfuerzos estatales
deben estar enfocados en una inmensa
minoría de sectores que se conciban como estratégicos y desafíen las
ventajas comparativas. Y se debe resignar a un segundo lugar el resto. En esa
dirección, a su vez, los esfuerzos no deben ser tímidos: deben, por el
contrario, ser aceleracionistas
¿Implicamos con algo de esto el deseo de una intervención global en la
economía? No, en absoluto; insistimos en la concentración, la discreción y la
prioridad de unos cuántos sectores estratégicos. Es por ignorancia de este
paradigma que se siembran tantas confusiones tanto en sectores liberales como
en los desarrollistas. El eje primordial que debe ser fundamento de la
orientación del modelo de economía político argentino se deslinda entre sectores estratégicos y sectores
no-estratégicos. Tal enfoque podría elevarse como patrimonio común tanto de
la izquierda como de la derecha; tanto de los liberales como de los
desarrollistas. Una vuelta de tuerca para referirnos a los intereses vitales de
la Nación.
Conclusión
De acuerdo con lo dicho, resulta al
menos llamativo que todavía nos hagamos la misma pregunta: ¿Está la Argentina
naturalmente impedida de desarrollar un aparato industrial avanzado que pueda
superar las ventajas comparativas iniciales? ¿Está el país destinado a ser
eternamente una nación primarizada? El estudio de la historia de sectores
estratégicos en la Argentina no sólo demuestra que la visión del liberalismo
argentino es limitada, sino que deja asentada una muy sutil verdad: el Estado no puede hacerlo todo.
Cómo tomamos esta certidumbre por
cierta (y hemos dado fundadas razones para ello), es necesario para nosotros
promover un desarrollismo o industrialismo estratégico, novedoso, certero y
aceleracionista. Un modelo de economía política que armonice sectorialmente la
libertad de mercado con la política científico-industrial. El eslabón del que
hablamos al comienzo. Lo que bien podría resumirse de este modo: libertad de mercado en sectores no
estratégicos, estatismo en sectores estratégicos con participación selectiva de
privados.
Algo debe quedar claro de este rápido
repaso: las ventajas comparativas no son inmutables y tampoco son prescindibles. Son tan dinámicas y variables de
acuerdo a decisiones empresariales y políticas estatales, como indicativas de
sectores en los que el Estado, por fortuna, no precisa intervención. Es decir,
señalan con igual claridad qué debe y qué
no debe hacer el Estado de acuerdo con una lógica estratégica.
Como señala admirablemente Marcelo
Diamand[1],
la condición dinámica de las ventajas comparativas explica las modificaciones
de las estructuras productivas:
Muchas de las actividades que a la luz del principio
de ventajas comparativas representaban el uso ineficiente de recursos hace 10
años, dentro de la estructura actual se pueden considerar como eficientes
incluso a la luz de este principio (el de ventajas
comparativas) y muchas de las que todavía
no lo son hoy, lo serán dentro de los próximos 10 años
Concluía el autor, que el desarrollo
industrial emergente no habría podido trascender su estado larval –en cada una
de las experiencia históricas de las que dimos cuenta– de ser condicionado
fatalmente por el principio de ventajas comparativas: como decimos, hay formas
de torcer un rumbo histórico, pero eso requiere tanto decisión, como un enfoque y la (imprescindible) convicción.
En
el presente, para el desafío del desarrollo no existe otra opción más que
madurar una racionalidad política y estratégica con claro enfoque de los
límites del Estado y de las trampas de la corrección política. Sobre ese suelo
firme –para el que los recursos humanos de la política deberían estar a la
altura– podrían conformarse instituciones adecuadas al desafío de las ventajas
comparativas y el salto hacia la vanguardia de los sectores productivos en
Argentina. Cuando se dice racionalidad
política y estratégica se instala un valor no supeditable ni a la racionalidad económica que brega por un
Estado ausente ni a un Estado
subsidiario con un centenar de brazos de Hidra renga (a la espera de un
Hércules radicalizado).
[1] Diamand, M. (1985). El péndulo argentino, ¿Hasta cuándo? CERE, Centro de Estudios de la
Realidad Económica, p. 45