Primero Argentina. 

Trump, los no tan nuevos nacionalismos y el caso argentino

Abel Fernández

15 de noviembre de 2024

El regresó triunfal de Donald Trump a la presidencia de EE.UU. es uno de esos hechos que obligan a repensar la realidad política y también la social de su país. Y preguntarse cómo impactará en el resto del mundo.

No importa que fuera previsible; que muchos lo deseaban y muchos otros aborrecían la idea. Su victoria electoral fue tan contundente que potencia el liderazgo de un hombre que nunca fue tímido para usar su poder.


Analizar todos los aspectos de la realidad que van a ser influidos por su retorno a la Casa Blanca no es un objetivo razonable. Además, esos cambios provocarán otros a su vez.


Lo que trataré de hacer aquí es proponer algunas líneas de análisis y debate. Enfocar al personaje Donald Trump, el 45ª y ahora 47ª presidente de los EE.UU. como el resultado, y también como actor, de varias tendencias en la civilización actual. Tendencias diferentes entre sí.


1. Las reacciones ante la globalización.

2. Las reacciones ante la percibida "decadencia de Occidente".

3. Las reacciones ante la cultura "progre" o "woke". Ante la modernidad tardía, se puede decir.


Estas tres tendencias afectan también a nosotros, en Argentina, obvio. En la tradición de Primero Argentina, daré prioridad a esto en mi esbozo de análisis.


Empiezo por lo que entiendo es el factor principal: porque un elemento fundamental de la carrera política del Donald ha sido, y sigue siendo, el temor y el rechazo a (algunas) consecuencias de la globalización.


Por supuesto, lo que ahora se llama con ese nombre es un proceso que empieza en el siglo XV, cuando algunos reinos en la península occidental de Eurasia dominaron técnicas de navegación y de la construcción de naves lo bastante grandes para cargar cañones.


Comenzó así una revolución tecnológica que en menos de cuatro siglos les permitió dominar y unificar al mundo, aunque las naciones que iniciaron el proceso no son las que terminaron en la cima del poder global.


De todos modos, como anticipó Toynbee, la globalización que comenzó con una ofensiva de "Occidente" terminó estimulando una reacción de "Oriente". La respuesta al desafío que implicaba esa superioridad tecnológica. Eso marcó buena parte del siglo XX: un Japón industrializado derrota en 1905 a la Rusia zarista, no estrictamente "occidental" pero sí "blanca". Y en la década de 1990, después de las reformas de Deng, China empieza a convertirse en el taller global.


Esta parte de la historia moderna fue opacada por las llamadas Guerras Mundiales I y II, la larga Guerra Fría, y su final con el derrumbe de la Unión Soviética.


Este siglo XXI comienza con la aparente victoria cultural de la "globalización", y la ilusión que se extendió en Occidente y en los países bajo su influencia, del "Fin de la Historia".


La reacción fundamentalista islámica a la modernidad en el estilo occidental, en Afganistán, en el Irán chiita y, menos abiertamente, en sectores de Arabia Saudita, sólo logró servir de pretexto para la destrucción del Irak de Saddam Hussein y la Libia de Gadafi. Que no eran fundamentalistas islámicos, pero las Grandes Potencias no se detienen en distinciones precisas.


Vale la pena leer un texto que muestra como había avanzado una institucionalización global al comienzo de este siglo, y como se miraba con sorpresa desde las élites del poder en el Atlántico Norte, el resurgimiento de los reclamos y las identidades nacionales.


Escribía Gideon Rachman en 2014 para The Economist: "Nationalism is back" -el nacionalismo está de vuelta. En los últimos años, cualquier escritor que hubiera predicho que el nacionalismo era la ola del futuro habría sido considerado un excéntrico, en el mejor de los casos. Todas las fuerzas más poderosas del mundo de los negocios, la tecnología y las finanzas parecían empujar hacia una mayor integración internacional. Se crearon nuevas organizaciones supranacionales como la Organización Mundial del Comercio, el G20 y el Tribunal Penal Internacional para gestionar los problemas transfronterizos que proliferaban en un mundo globalizado. Mientras tanto, la Unión Europea, una organización en la que los países ponen en común su soberanía y renuncian al nacionalismo, se erigió en el modelo político del siglo XXI".


Es que la globalización había empezado a mostrar fisuras, aún entre los pueblos a los que no se impuso a punta de cañón. No estaba dando respuestas a reclamos básicos como trabajo estable y bien remunerado, la posibilidad de ascenso social para uno o para sus hijos...


Menos aún las daba, ni las da, para algo más profundo en el plano psicológico: la necesidad humana de encontrar identidad en la pertenencia a un colectivo. Para la gran mayoría de los seres humanos en el mundo actual ese sentido de pertenencia se encuentra -una ironía de la Historia- en un desarrollo de origen occidental: el estado nación.


Era inevitable entonces que no sólo resurgiesen con fuerza los nacionalismos, que nunca se habían ido del todo, sino que sirviesen de canal para vastos sectores que exigían un lugar en las decisiones políticas que los afectaban.


Ya no tenían confianza el las élites políticas y mediáticas, que se encontraban cómodas en el mundo donde el elemento decisivo era el mercado financiero global, un Gran Casino cosmopolita si los hay.


También era previsible que esas fuerzas del descontento se manifestaran en la forma de una "Nueva Derecha". La sociedad había cambiado y la izquierda europea, como los Demócratas en EE.UU. ya no expresaban mayoritariamente a los obreros industriales sindicalizados, que a su vez ya no eran la mayoría indiscutible de los trabajadores.


Y los nuevos reclamos de "izquierda", feminismo, diversidad sexual, ambientalismo, habían sido cooptados por esas élites políticas y mediáticas. En realidad, el hecho sorprendente, y que merece una reflexión profunda, es que en Argentina también apareció una corriente política que expresa el descontento, liderada por una "cara nueva", ajena y hostil a los políticos tradicionales, pero que no era ni es nacionalista. Ni siquiera crítica de la globalización. Es aquí donde hasta ahora la diferencia es más nítida y profunda entre el "fenómeno Trump" y nuestro local "fenómeno Milei".


La segunda de las otras dos tendencias que señalé al comienzo -las reacciones ante la percibida "decadencia de Occidente"- promete problemas complejos. Complejos para nosotros, los argentinos, para el presidente electo Trump, y para el planeta entero.


Porque los no tan nuevos nacionalismos que tienen al menos un siglo- no son un fenómeno occidental. En 2016, el año en que surge el "primer Trump!, The Economist publica la famosa tapa "Los nuevos nacionalismos" que ilustra este artículo. Ahí aparecen, además del Donald, Vladimir Putin, Marine Le Pen,... Si la volviese a publicar ahora, estaría en un lugar prominente Narendra Modi, el primer ministro de la India. Más que nuevos, son nacionalismos con arsenal nuclear.


El "segundo trumpismo" dicen en una provocativa nota Julio Burdman y Paula Granieri, asoma "nacionalista, proteccionista, occidentalista, judeocristiano y decidido a dar una batalla cultural mundial".


Javier Milei y sus seguidores están más que dispuestos a participar en esa batalla cultural mundial. Y también a formar parte de un "Nuevo Occidente" con EE.UU. e Israel. Pero ¿cuál sería el aporte geopolítico del gobierno argentino? Mucho menos importante que el de la OTAN, seguramente.


La relación de la Unión Europea con los EE.UU. es el tema más delicado que enfrentará el "segundo Trump", como lo fue para el "primer Trump". Sólo que ahora es más urgente: ningún gobierno estadounidense puede permitir que una Potencia o una coalición de potencias hostiles obtenga la hegemonía militar en Eurasia. Ese ha sido el objetivo geopolítico fundamental de EE.UU. desde 1917, cuando intervino en la 1ª Guerra Mundial.


Así, no puede permitir que la alianza de China y Rusia tenga la hegemonía militar en la masa continental euroasiática. Es obvio que su interés estriba en conseguir un "Kissinger 2.0": separar a Rusia de China. Lo que convierte al problema en urgente es que para eso, un paso necesario es terminar con la guerra ruso-ucraniana, que ya dura casi 3 años.


Cualquier paso, o cualquier tropiezo, en esta dirección provocará impactos profundos en el escenario global. Y ese es sólo uno de los "puntos calientes". La espasmódica guerra en el Medio Oriente, el enfrentamiento verdaderamente "multipolar" en el área Indo-Pacífico son tan peligrosos o más que la guerra limitada en Europa.


El papel que pueda tener la Argentina de Milei será solamente en el plano mediático. Como tratará de reiterarlo esta semana. En el plano militar, nuestro país ha desarmado a sus Fuerzas Armadas y el actual gobierno no muestra ningún interés en proteger las pocas industrias de defensa que conservamos. La ideología proclamada por el actual gobierno, y, más importante, su política económica, son diametralmente opuestas al nacionalismo y al proteccionismo que serán las líneas principales del inminente gobierno de EE.UU.


Su cercanía política y diplomática con Washington podrán servirle en lo inmediato para obtener alivio financiero. Pero los mercados argentinos más importantes son Brasil y China. Y Argentina ha seguido exportando a quien le compra, a pesar del férreo alineamiento de algunos de sus gobiernos.


El factor clave es que, desde hace 200 años Argentina y EE.UU. son competidores en la exportación de commodities. Eso ha frustrado a gobiernos tan proestadounidenses como el de Milei. 


En términos geopolíticos, el hecho a tener en cuenta para nuestro futuro es que la América del Sur es una de las regiones más estables del planeta. El último cambio geográfico significativo fue cuando Panamá, impulsada por EE.UU., se separó de Colombia, hace 122 años. 


Mientras que los mapas de Europa, de Asia, de África cambiaban y cambiaban... Esa "zona de paz", en los hechos, es la mejor carta para nuestro desarrollo.


Siempre a la luz de los hechos, nuestros nacionalismos han sido menos agresivos y más hospitalarios que los de otras latitudes.