La relación con Trump no tiene techo para Milei. En un marco inédito e irrepetible de amistad política, el Presidente tiene la posibilidad de elevar propuestas al Salón Oval, rompiendo el posibilismo y abriendo la puerta de las ambiciones geopolíticas argentinas.
Julio Burdman
15 de noviembre de 2024
Milei, más que un
aliado de Trump, es su amigo político. En la conocida definición de Carl
Schmitt, la amistad política es un vínculo partisano, leal y total. El amigo
político no está a mi lado por interés, ni por afecto personal. También llamado
compañero o camarada, el amigo político está en mí mismo bando porque
comparte mis ideales. La amistad política, que es un lazo fuerte, es la esencia
de lo político: sin ese vínculo no hay un nosotros, ni bando, ni partido,
ni enfrentamiento con un ellos, que son los otros. No hay nada.
Se decía que
Trump y Macri eran amigos, porque años atrás habían intentado hacer un negocio,
y compartieron cenas y planillas de cálculo. Pero eso, si existió, pudo haber
sido -eventualmente- una amistad de tipo personal, porque Trump y Macri no
estaban en ningún bando político. Trump y Milei sí. Están en la nueva derecha,
que es un partido político internacional. Cuya existencia se realiza por dicha amistad
política, y se activa en el enfrentamiento con los socialistas, los progres y
los wokistas. Trump es el jefe de ese partido, y lo reconoce públicamente a Milei
como su fiel compañero.
Eso significa,
para empezar, que Milei tiene teléfono rojo en el Salón Oval. Cuando Trump llegue
temprano a su despacho, y le informen que tiene recados telefónicos de Xi
Jinping, Olaf Scholz, Javier Milei y Edi Rama, va a devolver el llamado de los
tres primeros, después de preguntar quién es el cuarto (NdR: Edi Rama es el
primer ministro de Albania). Seguramente se va a ocupar primero de Xi, su gran
adversario, y luego de Scholz, el aliado estratégico de Washington. Pero no se
va a olvidar de llamar también a su amigo político, con quien ya está unido por
una lealtad especial y necesaria. No hay que descartar que lo llame en segundo
lugar.
El amigo Milei
entrará en el grupo de los llamados de la mañana y no caerá en el cajón de los
procrastinados junto al premier albanés, tal como indicaría la vetusta teoría
de la relevancia estratégica, por la forma en que Trump volvió. El segundo
Trump es más trumpista que el primero, y eso significa que se deberá, más que
nunca, a sus fieles amigos políticos. Miremos, si no, a quienes eligió para
formar su gabinete, o la propia selección de J.D. Vance como su candidato a
vice: todos sus nuevos colaboradores son amigos políticos, compañeros de
lucha. A diferencia del Trump de 2016, que reclutó veteranos dirigentes republicanos
para negociar mejor con el partido, y convocó a algún que otro amigo personal
para garantizarse lealtades en lugares espinosos del estado, esta vez Donald
armó un equipo de trumpistas. Más trumpistas que el propio Trump. Y por eso los
planetas están mágicamente alineados para Milei. Porque él es un genuino
integrante del bando ideológico triunfante, y reconocido abiertamente como un
amigo político por parte de Trump, Musk, Ramaswamy, Rubio y otros nombres clave
de la era que viene.
La situación en
que quedó ubicado Milei es única, y tal vez irrepetible, por tres razones. Primero,
porque nunca en la historia argentina hubo en la Casa Rosada un amigo político
del presidente de Estados Unidos; no así, al menos. Segundo, porque nunca hubo
en los Estados Unidos un presidente con tanta impronta rupturista como este
segundo Trump. Y tercero, porque tampoco hay, entre todos los gobernantes del
mundo, uno que sea tan amigo político del trumpismo como Milei. Todo ello,
sumado y combinado, significa que Milei puede transformar su amistad política
con Trump en una estrategia geopolítica innovadora. Puede proponer.
Podemos decir, sin temor a exagerar, que su relación con Trump no tiene techo.
Lo importante,
ahora, es que Milei sepa usar la lámpara de Aladino.
En la versión popular
de la antigua leyenda oriental, el joven Aladino se encuentra con una lámpara mágica
que le concede, genio mediante, tres deseos. Los dos primeros ya podemos darlos
por descontados, porque están publicados en los medios y fueron explicitados por
los propios funcionarios de Milei. El gobierno quiere usar el teléfono rojo de
Milei a Trump para conseguir financiamiento preferencial en alguna
circunstancia crítica -ya sabemos que la Casa Blanca tiene la acción de oro en
el FMI- y para proponer un trabado bilateral de comercio entre Estados Unidos y
Argentina; esto último, obviamente, trae consigo la posibilidad de ser invitados a un G7 ampliado u otro bloque de amigos de Washington. Pero falta el tercer deseo. El que, según Disney, es el decisivo. Tanto,
que puede convertir a los dos primeros en puesto menor. ¿Cuál podría ser el
tercer deseo de Milei? Convertir a la Argentina en el aliado geoestratégico de
Estados Unidos en el Atlántico Sur Antártico.
Algo de esto
planteamos en una nota publicada antes de las elecciones presidenciales. La
competencia geoestratégica entre Estados Unidos y China se intensifica, y en
ese marco Washington quiere asegurar su posición en el único océano que no
controla directamente, que es el Atlántico Sur de proyección antártica. Por eso
presionó para romper la relación estrecha entre China y Australia y formó el
AUKUS, la principal alianza militar del hemisferio sur, junto a británicos y australianos.
Pero esta alianza es imperfecta porque está la cuestión Malvinas en el medio.
Hay dos grandes países antárticos en el hemisferio sur, Australia y Argentina.
Washington alineó al primero, pero con el segundo es más difícil porque hay un
conflicto territorial irresuelto, y de gran magnitud.
La diferencia
entre el tercer deseo y los otros dos, es que el último hay que explicarlo bien.
Y solo un amigo político, como Milei, puede explicarle a Donald Trump y Marco
Rubio que en 1982 Estados Unidos cometió un error estratégico. Que no debió
inclinar la balanza hacia Reino Unido de Gran Bretaña en la cuestión Malvinas:
lo que más le convenía a Washington, entonces y ahora, era sentar en la mesa a los
dos, Reino Unido y Argentina, y hacerlos ponerse de acuerdo. Comprometiéndolos
en una alianza estratégica de largo plazo entre los tres. Pero en 1982 varios
políticos de Washington, especialmente los senadores demócratas del comité de
Relaciones Exteriores (con la voz gravitante de Joe Biden), consideraban que solo
se podía confiar en Londres.
Las Malvinas estaban
y están ocupadas por el Reino Unido, pero son argentinas: eso lo sabemos todos,
y hay que llegar a un acuerdo gradual para concretar su devolución. Y solo
Estados Unidos, el verdadero regulador de la seguridad austral, puede destrabar
el conflicto y precipitar dicho acuerdo. Pero, obviamente, ni en 1982 ni nunca,
Estados Unidos avalaría que Malvinas, con lo que las islas implican para el
futuro de la Antártida, los mares del sur y el pasaje bioceánico, caigan bajo
control de un país que podría ser aliado de sus enemigos. Entregar Malvinas a los británicos era una solución
subóptima, porque Argentina seguía ahí, pero era mejor que la incertidumbre de
una dictadura militar imprevisible y que tenía buenas relaciones con la Unión
Soviética.
Solo un Milei
Geopolítico puede explicarle a su amigo político Donald Trump que la solución
óptima para todos es un acuerdo estratégico de cuatro amigos, Estados Unidos, Reino
Unido, Argentina y Australia, para afianzar una alianza de seguridad de largo plazo
en todos los mares del Sur. El nodo inicial de la negociación sería destrabar
lo que lo impide, que es Malvinas, con una devolución gradual garantizada vía
un acuerdo tripartito (o cuatripartito) de largo plazo. Estados Unidos
consolidaría un objetivo geoestratégico global, mientras que Reino Unido y
Australia verían que sus intereses son atendidos. Y Argentina podría ver
realizada, finalmente, su ambición geopolítica fundamental: recuperar el control de Malvinas y tener una auténtica geopolítica austral.