Para
plantearles que es necesario que pensemos la geopolítica desde Argentina, desde
el lugar que tenemos en el sistema global y el que aspiremos a tener, empiezo
por explorar el origen de esta disciplina. Porque su idea central es elemental
y muy abarcadora a la vez: tomar en cuenta los datos de la geografía física,
demográfica y económica, para evaluar las capacidades y, hasta cierto punto,
los objetivos posibles de las naciones.
Eso es algo que han hecho desde el principio
de la historia reyes, conquistadores, presidentes y primeros ministros. Todos
han tenido y tienen que tomar en cuenta los datos de la geografía para librar
sus guerras. Hasta para hacer la paz.
Muchos
pensadores también han tomado en cuenta la geografía para entender mejor los
asuntos humanos. Tucídides, el patrono de todos los que nos interesamos en las
guerras y sus causas, hace 2500 años tenía presente datos geográficos para
analizar la guerra entre Atenas y Esparta.
Pero
la geopolítica como disciplina académica surge en un lugar y un tiempo
determinado. Sus autores clásicos, escriben a fines del siglo XIX y principios
del XX, en Europa y en los Estados Unidos de América.
Por
supuesto, ni el tiempo ni el lugar eran casuales. Vale la pena enfocarlo -en un
breve párrafo- como resultado de un proceso histórico de siglos: el surgimiento
del estado-nación moderno. Aparece en Europa con la Paz de Westfalia, cuando
concluyen por agotamiento las guerras de religión. Y luego que la Revolución
Francesa demuele las viejas jerarquías e introduce los ejércitos de masas. Ese
proceso continuó, hasta que hoy el Estado nacional es la forma de organización
global, y la identidad básica de las
sociedades humanas.
Pero
las naciones no son iguales, salvo en teoría, y podemos ser más precisos en
cuanto al surgimiento de la geopolítica. Aparece
después que Prusia unifica Alemania, que la Guerra Civil norteamericana define
su destino de potencia industrial continental, y que la Restauración Meiji da
comienzo a la industrialización acelerada del Japón. Cuando están definidos los
actores -algunos viejos, otros nuevos- que competirán por la hegemonía global
en la primera mitad del siglo XX: Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia,
EE.UU. y Japón. Es una geopolítica de y para las grandes potencias.
De
ese momento histórico, y pensando en esos actores, en el marco de un
capitalismo industrial y financiero en expansión, escribieron los que llamamos algo arbitrariamente los "clásicos", los padres fundadores de la
geopolítica: los alemanes Friedrich Ratzel, Karl Haushofer, el estadounidense Alfred Thayer Mahan y el británico Halford Mackinder.
Sería
interesante, pero haría demasiado largo este artículo, explorar lo que sigue
vigente de sus escritos. Aquí toco solamente los cambios decisivos que no
podían prever: escribían sobre un mundo en el que no existían aviones ni
misiles de alcance intercontinental, y no había armas nucleares. Sobre todo, un
mundo donde la hegemonía económica y militar occidental era absoluta, con la
excepción japonesa y -según se mire- rusa. Pero ambas potencias estaban
integradas a lo que se llamaba la Civilización Occidental. O, simplemente, la
civilización. No es el mundo actual.
Los
estudios geopolíticos han evolucionado. Actualmente, se escribe sobre las
instituciones y los organismos internacionales, y se dedica mucha atención a
los riesgos ambientales. Pero los estados nacionales siguen siendo hasta hoy
los únicos actores con poder militar para imponer sus decisiones a otros
estados.
Por
eso, guste o no guste, las grandes potencias, definidas como las que pueden
ejercer fuerza militar mucho más allá de sus fronteras, siguen siendo los
actores hegemónicos en el sistema global. Aunque esa realidad tiene matices que
no estaban presentes un siglo atrás. El factor más obvio es la posesión de
armas nucleares. El arsenal nuclear de la Federación Rusa le permite ejercer
disuasión más allá del alcance de sus ejércitos. Eso también es cierto, para su
entorno regional, de estados menos
poderosos, como Corea del Norte o Israel. Un
factor menos obvio es la capacidad de construir armas nucleares, aunque esté
acompañada de la decisión de no hacerlo. Ese sería el caso argentino, por
ejemplo. Pero eso forma parte de una materia mucho menos debatida hasta ahora:
las capacidades científicas y tecnológicas como aspectos decisivos del poder
nacional. Nuevamente, Israel es el ejemplo más elocuente, pero por cierto no el
único.
Igual,
la geopolítica tradicional tuvo presente que el avance de la tecnología -como
los ferrocarriles, el motor de combustión interna que convirtió al petróleo en
el factor geopolítico más importante, los satélites que observan y registran
todo lo que ocurre en la superficie de nuestro planeta,...- cambian las
realidades geopolíticas. Y lo seguirán haciendo.
Pero
nada de eso suprime la realidad que se ha mostrado a lo largo de la historia
humana: ser más débil que un posible agresor es peligroso. Al menos, es
necesario estar en condiciones de exigirle un precio alto por su agresión.
Este
repaso de conceptos más o menos evidentes se justifica porque hay una realidad
geopolítica global. Que Argentina debe enfrentar desde su ubicación geográfica
y sus recursos naturales y humanos. Nosotros estamos, junto a Chile, en el sur
del continente sudamericano, la región del planeta más cercana al Polo Sur y el
continente antártico, en el hemisferio, donde la superficie de los océanos
supera en mucho a la de los continentes. Somos el extremo Sur.
Se
puede decir que de los autores clásicos de la geopolítica, Mahan, que escribió La influencia del poder marítimo en la historia sería el más
apropiado para nuestra situación. Y es cierto... aunque no seamos los dueños de
ese poder. La Argentina debería ser un país con gran presencia en los mares:
nuestro comercio exterior ha sido y es en su gran mayoría por mar. Pero no
hemos tenido la base industrial ni -salvo en breves períodos- la voluntad
política para desarrollar flotas propias.
Esa
es la clave de nuestros conflictos y relaciones -y, en alguna medida de nuestra
semidependencia- con Inglaterra, la nación que domina los mares entre 1805 -batalla de Trafalgar, cuando
derrota las flotas de Francia y España, hasta el comienzo de la Segunda Guerra
Mundial.
Por
eso vale la pena repasar a Mahan. Analiza la capacidad de las potencias
marítimas de influir más allá de sus fronteras, de obtener colonias, de
dominar a otros países a través del
desarrollo de su fuerza naval, tanto en el aspecto bélico como en el comercial. Pone
énfasis en el control de las rutas marítimas y insiste mucho en la necesidad de
bases, que permitan el reaprovisionamiento y el despliegue de las armadas.
Tuvimos un eco de sus planteos hace 42 años, en la guerra por las Malvinas.
Pero hoy hay ejemplos más recientes en el Pacífico.
Como
sea, hoy el poder global se dirime en el Hemisferio Norte, con consecuencias
ineludibles para nosotros. Además,
Argentina no es una isla, ni en lo físico ni en lo sociocultural. Debemos
pensar -y repensar nuestro lugar en el mundo. Aunque no debería ser con cada
cambio de gobierno.
Tradicionalmente,
nuestras clases dirigentes -y una buena parte de nuestra población también-
tendían a identificarse con Europa. "El único país americano
'blanco' al sur del Canadá" era una frase corriente generaciones
atrás. Más allá de ese racismo estúpido, hoy obsoleto, la opción por
"Occidente" sería probablemente -seamos realistas- la que ganaría un
hipotético plebiscito. Los argentinos que emigran lo hacen, en gran mayoría,
hacia países "occidentales".
Ahora,
hay dos preguntas que debemos hacernos: ¿Qué es "Occidente" en
términos geopolíticos? Y ¿podemos "ser parte de Occidente"? La
primera tiene una respuesta fácil: Occidente, en términos geopolíticos (no
culturales, obvio) es Estados Unidos, más los países líderes de la Unión Europea, los de la Comunidad británica y Japón. El G7, en suma, más Australia y Nueva
Zelanda.
Para
responder afirmativamente a la segunda pregunta, hay dos inconvenientes
-siempre en términos geopolíticos: no somos relevantes estratégicamente en
ningún conflicto hoy imaginable (Kissinger decía con sorna "Argentina es
una daga apuntada al corazón de la Antártida"). Y con otro país del G7,
Gran Bretaña, el conflicto por la Antártida y las islas del Atlántico Sur los
tenemos con él. Y no es un conflicto menor, aparte de su significado emocional:
las Naciones Unidas han reconocido a Argentina la soberanía sobre fondos
marinos equivalentes a un 35% de nuestro territorio continental. Una materia
pendiente de nuestro país es convertir en realidad económica esa soberanía
jurídica.
El otro inconveniente clave es que NINGUNO de
esos países líderes de Occidente es hoy un cliente importante de nuestras
exportaciones. Nuestros mercados están en América del Sur y en Asia. Estados Unidos sí estaría interesado en nuestros recursos naturales... pero para negárselos a
su rival, que es China. Y
nuestras clases dirigentes serán en gran mayoría todo lo pro occidentales que
se quiera, pero no son completamente estúpidas. Aún el gobierno militar que en
1980 venía de masacrar izquierdistas, le siguió vendiendo trigo a la URSS luego
que Estados Unidos decretó el bloqueo. Y
nuestro gobierno actual, alineado -casi diría, enamorado- con Estados Unidos e
Israel, sigue vendiendo toda la soja y la carne que puede a China. Y buscó renovar el swap porque el FMI le
negaba fondos frescos...
En
suma, todo lo que podríamos aspirar en esa opción es a ser satélites de
Occidente, no socios. Y ni siquiera satélites confiables. Nuestros intereses
están en otro lado.
Otra
porción significativa de nuestros compatriotas -tal vez los más politizados- ve
en la actual alianza de China y Rusia que, al enfrentarse a
"Occidente" y su brazo militar, la OTAN, permite el surgimiento de un
mundo "multipolar". Esta
visión es correcta, en el plano militar. En lo económico, la hegemonía
occidental -indiscutible a mediados del siglo pasado- es hoy un recuerdo. En
todo caso, no hay ahí una opción real de ubicación geopolítica. Existe, sí, el
foro de los BRICS+, una oportunidad de negocios e inversiones que el actual
gobierno rechazó por razones ideológicas. Pero no es una alianza,
ni siquiera informal. No hay obligaciones mutuas entre los miembros.
El
elemento decisivo es que hoy, aunque puede hablarse de una segunda guerra fría, hay
una diferencia fundamental con la primera: las potencias enfrentadas a Estados Unidos no
tienen una ideología que quisieran imponer. A China nada le interesa menos que
exportar su "socialismo con características chinas". Y
aunque al gobierno de Rusia le agrada hacer gestos amistosos a los vecinos de
Estados Unidos dispuestos a aceptarlos -aunque sea para retribuir atenciones de
Washington- no ha asumido compromisos con ellos, ni hace aportes económicos. El
presidente Putin tiene presente el costo económico para la vieja URSS de
subvencionar a Cuba, y no le interesa repetir la experiencia.
En
resumen, como he expresado muchas veces en el pasado, estas dos
"opciones" son fantasías de ciudadanos de un país que, por no haber
mantenido una tradición diplomática coherente, perciben la política
internacional como un deporte espectáculo, o un "match" entre buenos
y malos.
Para
una visión realista del escenario global, recurro a la imagen expuesta en una
reciente columna del estudioso argentino Ricardo Auer. Ahí señala que el
concepto de "polos" es una rémora del mundo de la primera guerra fría, que
exigía alineamiento en alguno de los dos grandes bloques enfrentados, o
animarse a construir una alternativa propia. Hoy, escribe Auer, debemos pensar
en "nodos", un sistema abierto de relaciones donde cada país puede
vincularse con otros, sin que eso excluya otros vínculos. Vale
la pena recordar aquí que la Federación Rusa sigue siendo un país proveedor de
uranio para las centrales nucleares de Estados Unidos...
Así,
Argentina debe mantener relaciones cordiales con Estados Unidos, decisor clave en los
mercados financieros y la principal, por lejos, potencia militar del planeta. Y
al mismo tiempo, fortalecer sus relaciones comerciales con China, gran cliente
y también importante inversor. Y cultivar el nuevo mundo que crece: India,
Vietnam, Indonesia, Egipto, y los nuevos mercados africanos.
Ahora,
nuestro "lugar en el mundo", donde podemos ser socios importantes,
es, obviamente, la América del Sur. Eso no significa, por supuesto, que
renunciaríamos a la herencia cultural de Occidente (si el país cuyos ciudadanos
se parecen más a los argentinos -después de Uruguay- es Italia...). Pero las
alianzas, eventualmente las uniones, se construyen cuando hay intereses y
peligros comunes. Ambas cosas existen en nuestro subcontinente.
Es
significativo que los dos presidentes argentinos que mostraron conciencia
geopolítica, Julio Argentino Roca y Juan Domingo Perón, por todas sus
diferencias, tuvieron claro que Argentina necesitaba la paz -evitar cualquier
ocasión de conflicto con sus vecinos. Y procuraron establecer alianzas con
Brasil y con Chile (y esto último era especialmente difícil en el tiempo de
Roca).
Igual, el famoso ABC es el pasado. En el
presente, por más de tres décadas, hemos mantenido el Mercosur. Debilitado,
cuestionado, pero ha sobrevivido a crisis, diferencias internas y a alguna
hostilidad externa. Es el punto de partida con el que contamos. Y basta con una
mirada al mapa de América del Sur para darse cuenta que si este subcontinente
tiene una posibilidad de ser más que otro escenario para los intereses de
Grandes Potencias ajenas, es a través de una alianza sólida entre Argentina y
Brasil.
*Esta nota es una versión abreviada de una conferencia pronunciada en la Universidad Champagnat el 23 de agosto de 2024