“¿Todo pensamiento sufre la
gravidez del suelo, o es posible lograr un pensamiento que escape a toda
gravitación?” Rodolfo Kusch.
El
mapa electoral que emerge de la elección de Trump es un mapa geocultural. Igual
que lo fue el de Milei en Argentina el año pasado El mapa de los votantes
occidentales y cristianos que asedian a los enclaves globalistas del wokismo de
Estado (especialmente fuerte en los aparatos ideológicos de Estado, entendidos
en sentido althusseriano).
Poco
tiempo después del fin de la Guerra Fría, en 1993, Samuel Huntington publicó un
artículo que sirvió de base para su famoso libro El Choque de Civilizaciones.
Es importante citar en extenso el profético segundo párrafo de aquel texto
novedoso:
“La
hipótesis aquí defendida es que la fuente principal de en este mundo nuevo no
va a ser primariamente ideológica ni económica. Las grandes divisiones del
genero humano y la fuente predominante de conflicto van a estar fundamentadas
en la diversidad de culturas. Los Estados nacionales seguirán siendo los más
poderosos actores en los asuntos mundiales, pero los principales conflictos de
la política global serán los que surjan entre naciones y grupos pertenecientes
a civilizaciones diferentes. El choque de las civilizaciones dominará la
política mundial. Y las líneas de fractura entre las civilizaciones serán las
grandes líneas de batalla del futuro”.
Más
tarde, Huntington planteó que los años que siguieron a la guerra fría fueron de
cambios espectaculares en las identidades de los pueblos y en los símbolos de esas
identidades. Por lo tanto, la política mundial comenzó a reconfigurarse en
torno a lineamientos culturales.
Desde
entonces podemos debatir y cuestionar las civilizaciones en las que Huntington
dividió al mundo, sus mapas y las zonas de fractura que identificó. Pero en lo
esencial su enfoque se ha demostrado cada vez más acertado. La guerra de
Ucrania se comprende claramente si recordamos la zona de fractura
civilizacional en la que se encuentra el todavía nuevo estado ucraniano,
tironeado entre su larga historia de integración al espacio ruso y su
actualidad de frontera oriental de Occidente.
El
concepto de geocultura de Rodolfo Kusch puede servirnos para pensar la relación
entre los procesos políticos de nivel nacional, regional y mundial con los
procesos al interior de las comunidades políticas que integran las
civilizaciones del mundo multipolar y multicivilizacional actual.
A
fines de los 70 Kusch escribía que “Cultura no es sólo el acervo espiritual
que el grupo brinda a cada uno y que es aportado por la tradición, sino además
el baluarte simbólico en el cual uno se refugia para defender la significación
de su existencia. Cultura implica una defensa existencial frente a lo nuevo,
porque si careciera uno de ella no tendría elementos para hacer frente a una
novedad incomprensible”.
Para
Kusch el suelo simboliza el margen de arraigo que toda cultura debe
tener, “uno pertenece a una cultura y recurre a ella en los momentos
críticos para arraigarse y sentir que está con una parte de su ser prendido al suelo.
(…) De ahí el arraigo, y (…) la necesidad de ese arraigo, porque, si no, no
tiene sentido la vida”.
La
cultura supone un suelo en el que obligadamente se habita. Y habitar un lugar
significa que no se puede ser indiferente ante lo que allí ocurre.
Simplificadamente, de un lado de la línea hay domicilios existenciales, del
otro lado hay “no lugares” intercambiables por los que transitan las elites
globalistas desterritorializadas y sus subjetividades desarraigadas.
Desde
su perspectiva francesa Christophe Guilluy converge con esta perspectiva cuando
plantea en su último libro que, en Occidente, frente al ataque de las elites
globalistas se ha levantado una revuelta existencial. A esta protesta no
la moviliza una lucha por la adquisición de nuevos derechos, sino la voluntad
de preservar el estatus social y cultural de una mayoría común. “No se basa
en la ideología de un mundo del mañana, sino en la voluntad de no desaparecer,
de estar en el mundo de hoy”. Esta revuelta existencial tiene su geografía,
su geocultura, “hunde sus raíces en las periferias” lejos y contra los
territorios símbolo del globalismo.
Las
elites globalistas, entusiasmadas por su mutilado y miope universalismo, ven
entrar en crisis todos sus dispositivos de control. Dice Guilluy “No se
puede comprar a las personas que no luchan solo por su poder adquisitivo, sino
sobre todo por salir del caos existencial en el que las elites las han hundido.
(…) Del maoísmo al wokismo, la gente común siempre ha observado desde una gran
distancia los entusiasmos ideológicos, pero, en la actualidad, se ha creado un
verdadero abismo antropológico. El separatismo geográfico y cultural es tal que
ya no permite la existencia de una base mínima compartida de referencias
políticas o filosóficas”.
Así
las elites occidentales con su Kulturkampf desatada desde los aparatos
ideológicos de Estado contra los modos de vida y las creencias de la gente
común aceleraron hacia su autodestrucción. La rebelión electoral que
presenciamos es una rebelión que busca quitarles el poder político a esos
intelectuales paternalistas que “se arrogan el derecho de decirnos lo que
tenemos que hacer, lo que tenemos que comer, cómo hablar, cómo pensar y a quien
votar, pero que no tienen idea de las incumbencias de la vida cotidiana”.
El
papel de Elon Musk y su liberación de Twitter/X en la elección de Trump se
entiende claramente en este marco. Esta red social no solo permite puentear a
los aparatos ideológicos de Estado sino que también los permea y les quita
brillo y autoridad. Permite debates de opinión pública o disputas de hegemonía
en sentido gramsciano en una escala civilizacional y geocultural que otras
redes no han logrado.
Recordando
la afirmación schmittiana de que “todos los conceptos centrales de la
moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” conviene
también recordar que Occidente es el nombre secularizado de la
Cristiandad y esperar que de un entendimiento entre Trump y Putin se logre
un proceso de paz viable en Ucrania se traduzca en una pacificación sincera de
la zona de fractura entre Occidente y Rusia. Esa pacificación puede desembocar
en la reconciliación civilizacional de los cristianismos occidentales con el
cristianismo ortodoxo y en el abandono de una política que ha empujado a Rusia
hacia China.
Para finalizar y
volviendo a Huntington, podemos comprender el regreso de Trump como la
posibilidad de que se confirme su afirmación de que la supervivencia de
Occidente “depende de que los estadounidenses reafirmen su identidad
occidental y los occidentales acepten su civilización como única y no
universal, así como de que se unan para renovarla (...) frente a los ataques
procedentes de sociedades no occidentales”.