Primero Argentina. 

Trump: geocultura y choque de civilizaciones

Facundo Álvarez

15 de noviembre de 2024
“¿Todo pensamiento sufre la gravidez del suelo, o es posible lograr un pensamiento que escape a toda gravitación?” Rodolfo Kusch.


El mapa electoral que emerge de la elección de Trump es un mapa geocultural. Igual que lo fue el de Milei en Argentina el año pasado El mapa de los votantes occidentales y cristianos que asedian a los enclaves globalistas del wokismo de Estado (especialmente fuerte en los aparatos ideológicos de Estado, entendidos en sentido althusseriano).


Poco tiempo después del fin de la Guerra Fría, en 1993, Samuel Huntington publicó un artículo que sirvió de base para su famoso libro El Choque de Civilizaciones. Es importante citar en extenso el profético segundo párrafo de aquel texto novedoso:


“La hipótesis aquí defendida es que la fuente principal de en este mundo nuevo no va a ser primariamente ideológica ni económica. Las grandes divisiones del genero humano y la fuente predominante de conflicto van a estar fundamentadas en la diversidad de culturas. Los Estados nacionales seguirán siendo los más poderosos actores en los asuntos mundiales, pero los principales conflictos de la política global serán los que surjan entre naciones y grupos pertenecientes a civilizaciones diferentes. El choque de las civilizaciones dominará la política mundial. Y las líneas de fractura entre las civilizaciones serán las grandes líneas de batalla del futuro”.


Más tarde, Huntington planteó que los años que siguieron a la guerra fría fueron de cambios espectaculares en las identidades de los pueblos y en los símbolos de esas identidades. Por lo tanto, la política mundial comenzó a reconfigurarse en torno a lineamientos culturales.


Desde entonces podemos debatir y cuestionar las civilizaciones en las que Huntington dividió al mundo, sus mapas y las zonas de fractura que identificó. Pero en lo esencial su enfoque se ha demostrado cada vez más acertado. La guerra de Ucrania se comprende claramente si recordamos la zona de fractura civilizacional en la que se encuentra el todavía nuevo estado ucraniano, tironeado entre su larga historia de integración al espacio ruso y su actualidad de frontera oriental de Occidente.


El concepto de geocultura de Rodolfo Kusch puede servirnos para pensar la relación entre los procesos políticos de nivel nacional, regional y mundial con los procesos al interior de las comunidades políticas que integran las civilizaciones del mundo multipolar y multicivilizacional actual.


A fines de los 70 Kusch escribía que “Cultura no es sólo el acervo espiritual que el grupo brinda a cada uno y que es aportado por la tradición, sino además el baluarte simbólico en el cual uno se refugia para defender la significación de su existencia. Cultura implica una defensa existencial frente a lo nuevo, porque si careciera uno de ella no tendría elementos para hacer frente a una novedad incomprensible”.


Para Kusch el suelo simboliza el margen de arraigo que toda cultura debe tener, “uno pertenece a una cultura y recurre a ella en los momentos críticos para arraigarse y sentir que está con una parte de su ser prendido al suelo. (…) De ahí el arraigo, y (…) la necesidad de ese arraigo, porque, si no, no tiene sentido la vida”.


La cultura supone un suelo en el que obligadamente se habita. Y habitar un lugar significa que no se puede ser indiferente ante lo que allí ocurre. Simplificadamente, de un lado de la línea hay domicilios existenciales, del otro lado hay “no lugares” intercambiables por los que transitan las elites globalistas desterritorializadas y sus subjetividades desarraigadas.


Desde su perspectiva francesa Christophe Guilluy converge con esta perspectiva cuando plantea en su último libro que, en Occidente, frente al ataque de las elites globalistas se ha levantado una revuelta existencial. A esta protesta no la moviliza una lucha por la adquisición de nuevos derechos, sino la voluntad de preservar el estatus social y cultural de una mayoría común. “No se basa en la ideología de un mundo del mañana, sino en la voluntad de no desaparecer, de estar en el mundo de hoy”. Esta revuelta existencial tiene su geografía, su geocultura, “hunde sus raíces en las periferias” lejos y contra los territorios símbolo del globalismo.


Las elites globalistas, entusiasmadas por su mutilado y miope universalismo, ven entrar en crisis todos sus dispositivos de control. Dice Guilluy “No se puede comprar a las personas que no luchan solo por su poder adquisitivo, sino sobre todo por salir del caos existencial en el que las elites las han hundido. (…) Del maoísmo al wokismo, la gente común siempre ha observado desde una gran distancia los entusiasmos ideológicos, pero, en la actualidad, se ha creado un verdadero abismo antropológico. El separatismo geográfico y cultural es tal que ya no permite la existencia de una base mínima compartida de referencias políticas o filosóficas”.


Así las elites occidentales con su Kulturkampf desatada desde los aparatos ideológicos de Estado contra los modos de vida y las creencias de la gente común aceleraron hacia su autodestrucción. La rebelión electoral que presenciamos es una rebelión que busca quitarles el poder político a esos intelectuales paternalistas que “se arrogan el derecho de decirnos lo que tenemos que hacer, lo que tenemos que comer, cómo hablar, cómo pensar y a quien votar, pero que no tienen idea de las incumbencias de la vida cotidiana”.


El papel de Elon Musk y su liberación de Twitter/X en la elección de Trump se entiende claramente en este marco. Esta red social no solo permite puentear a los aparatos ideológicos de Estado sino que también los permea y les quita brillo y autoridad. Permite debates de opinión pública o disputas de hegemonía en sentido gramsciano en una escala civilizacional y geocultural que otras redes no han logrado.


Recordando la afirmación schmittiana de que “todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” conviene también recordar que Occidente es el nombre secularizado de la Cristiandad y esperar que de un entendimiento entre Trump y Putin se logre un proceso de paz viable en Ucrania se traduzca en una pacificación sincera de la zona de fractura entre Occidente y Rusia. Esa pacificación puede desembocar en la reconciliación civilizacional de los cristianismos occidentales con el cristianismo ortodoxo y en el abandono de una política que ha empujado a Rusia hacia China.


Para finalizar y volviendo a Huntington, podemos comprender el regreso de Trump como la posibilidad de que se confirme su afirmación de que la supervivencia de Occidente  “depende de que los estadounidenses reafirmen su identidad occidental y los occidentales acepten su civilización como única y no universal, así como de que se unan para renovarla (...) frente a los ataques procedentes de sociedades no occidentales”.